domingo, marzo 04, 2012

Mademoiselle

Veamos. Que una esté soltera o casada no debería implicar un cambio en el apelativo. ¿O sí? Hasta la semana pasada, en Francia, las solteras eran “Demoiselles”. Hoy todas son Madame, hayan pasado por la vicaría o no. Pero no sólo eso: en el país germen de la carta de los Derechos Humanos todavía hoy muchas féminas son señoras de “Jean DuPont”, por poner un ejemplo. Es decir, no sólo pierden su apellido de solteras, sino que algunas se reabsorben a su esposo. Firmas unos papeles y te endosas al sobaco de tu santo, cual molesto golondrino. Con algo más de suerte, formarás parte de sus preciados bienes: el coche, la casa, los hijos y su colección de palos de golf, al estilo Mad Men. No olvidemos que americanas y británicas pierden sus apellidos originales. Por tanto, el enlace –presuntamente, y según estas reglas del lenguaje— transmuta a las mujeres en elementos que gravitan alrededor de nuestro ídolo, el macho-sol. En los países mediterráneos, por mucho lenguaje sexista que tengamos, si alguien gravita alrededor de alguien son ellos. Es lo que mi humilde experiencia me ha demostrado.   Personalmente adoro la palabra Mademoiselle. Es más: mi perfume es "Mademoiselle" de Chanel – absoluto de Jazmín y Rosa de Mayo con notas de Lirio de Florencia— elegido por mi hijo. Que me apoden señora me horroriza. Me retrotrae a esa canción de Rocío Jurado, cuyas letras sentenciaban: “Ahora es demasiado, tarde, señora. // Ahora nadie puede apartarle de mí”. Señora equivale a cornuda. La primera vez que alguien me tildó del modo innombrable tenía 22 años y compraba en unos almacenes de Madrid a los que jamás regresé. Odio todo lo que se relaciona con las señoras: las perlas, los aromas pesados, los bolsos negros de charol, las manolas procesionales, el pelo cardado, la laca, las conversaciones que versan exclusivamente sobre bienes inmuebles, el futuro de los hijos y los cotilleos estúpidos de vecindario. En definitiva, que si usted me quiere insultar puede llamarme señora con toda tranquilidad. No le volveré a dirigir la palabra. Y no digamos las connotaciones castellanas de la palabra “Madame”. Que la vieja del visillo nos asista. Pero si hay un apelativo más espantoso aún que el de “Señora” es el de “Señorita” (las patatas ya están fritas). Señorita es Gracita Morales con cofia. Es el maletín de la señorita Pepis. Son ejércitos de lerdas que sólo piensan en pintarse las uñas y cazar un marido rico que les pague la peluquería todas las semanas. Si alguien desea provocar mi violencia física que se dirija a mí con la acepción innombrable número dos. Es una desgracia. Con el hermoso caudal de palabras que existe en nuestro idioma, hemos de conformarnos con esos dos horrores que empiezan por “s”. Mujeres independientes, entidades femeninas que gravitan a su aire por el espacio interestelar. ¿No merecemos algo mejor? Que la R.A.E. tome cartas en el asunto o calle para siempre.

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