domingo, noviembre 30, 2014

Revueltos pero no juntos





Hace algo más de un año escribí sobre una tendencia que es creciente en nuestra sociedad actual. Me refiero a la del juntos pero no revueltos, o más popularmente conocido como el living apart together. O sea, cada uno está en su casita, evitamos el desgaste de la convivencia, nos solazamos a solas en nuestra soledad por las noches (salvo una o dos por semana) y uno se encuentra con el objeto de su amor fuera del entorno doméstico, o dentro del entorno doméstico pero éste no se comparte las 24 horas del día.

Cierto, nos ahorramos el mal aliento de las mañanas, las sonoridades indeseables y las ventosidades irremediables y uno va fresco, guapo, recién duchado, oliendo a limpio y a deseo. Todo es fantástico. Es una buena opción para mantener cierto grado de autonomía, de espacio propio (qué importante es esto de tener el lugar propio del que hablaba Virginia Woolf), de intimidad para según qué cosas. Porque, no nos engañemos, compartirlo todo, todo y todo puede resultar extenuante y luego ¿Qué te cuentas cuando cae la noche y los cónyuges se sientan a cenar entre el tic, clic, clac de los tenedores? Ya lo decían los protagonistas de "Dos en la carretera" : ¿Quiénes son aquellos que no tienen nada que decirse?,  los casados (marriage people, exclamaban al unísono y en V.O).

Soy optimista y creo que esto no siempre se da así. Que a pesar del trasiego de las décadas, los hay que resisten el paso del tiempo con una sonrisa y una conversación estimulantes. El amor es misterioso pero también simple como una planta que si se cuida con mimo (una cosa que esté bien, no se trata de atosigar al otro); el amor, decía, siempre gana por goleada a la monotonía y la desidia.

Ahora vamos al caso contrario. Hay parejas que ya no se quieren. Incluso que no se soportan. Que cualquier cosa que hace o dice el cónyuge les resulta estomagante. La irritabilidad preside sus días. Son como esa rozadura del pie que si no la cuidas, si no cambias de calzado, la desinfectas y la curas, acaba sangrando. Incluso puede supurar pus, o lo que es lo mismo, veneno. Hay parejas que no tienen otro remedio que convivir en este clima ponzoñoso y terrible de desprecio; incluso de odio, viejos rencores. La cena es una batalla campal donde los reproches se sirven de primero y quizá alguna palabrota de segundo. Por supuesto, en este tipo de parejas nunca puede faltar el "Y tú más" pero para mal.

La crisis ha traído consigo este nuevo modelo de convivencia, esta crueldad intolerable con la que hay que apechugar porque no hay más remedio. En la calle escucho muchos casos, algunos sangrantes. En otros, todo es muy civilizado, como compañeros de piso que han llegado a un equilibrio marcado por el respeto.


No existen estadísticas pero sí manuales y libros que aconsejan como afrontar este nuevo tipo de convivencia no amorosa, no romántica, no sexual. Puede existir el cariño, puede existir el apoyo mutuo pero, qué duda cabe, que todo es muy difuso, incluso surrealista. Que el padre o la madre de tus hijos se convierta en un roomate, descoloca. Y eso en el mejor de los casos, porque me llegan confesiones de convivencias insufribles, gritos que reverberan en los patios de luces e hijos desconcertados. 
Me pregunto cómo es posible que donde hubo tanto amor se llegue a esa Guerra de los Rose. Y me contesto que a lo mejor no había amor, sólo una fantasía inventada por las canciones y las películas de Hollywood.

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