jueves, junio 29, 2017

Brutalismo

El hormigón armado se ha puesto de moda. Al menos, eso es lo que proclaman los expertos en arquitectura. Edificios como la gigante mazorca que veía de estudiante desde la residencia de Avenida de América, ejemplifican esta tendencia.
Siempre imaginé vidas lujosas en ese moderno pero feo edificio situado entre las  calles Monte Esquinza con Marqués de Riscal. Gigantescos áticos, modelos y actrices, corredores de bolsa, deportistas, piscinas integradas en la terraza, plantas tropicales, jacuzzys y fiestas nocturnas con cocktails y grupos de rock.
Una veinteañera de provincias se asomaba a la ventana de su residencia y se topaba con esa mole pesada y ultramoderna, el fragor del tráfico y los aviones que surcaban el cielo, camino de algún remoto lugar. Es muy probable que mis sueños superasen con creces la realidad. O no.
Pocos años después, yo misma surqué el cielo y descubrí al otro lado del charco que al cemento se le denomina concreto. No sólo eso, tuve un novio puertorriqueño, relaciones públicas de la Puerto Rican Cement Company.

La rueda de la fortuna me ha vuelto a escupir en la cara el Madrid que tanto odié durante los primeros días como su habitante y que amé después. Incluso mucho después y que ya es familiar como una mascota o un viejo tío que visito y que me trae el perfume de la amistad, del amor, de fiestas increíbles, de noches increíbles. Cosas que no le suceden habitualmente a una humilde chica de provincias pero a mi sí.

20 años después, descubro que aquel edificio que disparaba mis deseos y sueños post adolescentes, que contemplaba al amanecer o al anochecer —tras el gimnasio con Kenny G sonando en mis walkman—se ha puesto otra vez de moda y que ejemplifica una corriente arquitectónica a la que llaman brutalismo, que vuelve a hacer furor.

El brutalismo saca las tripas de los edificios y te los muestra con crudeza, te restriega el gris que preside los días de esta sociedad pantallizada. Presume de hormigón, cables y tuberías como si de bisutería de firma se tratase.
Al fragor del brutalismo hay otros brutos que sacan a autobuses a la calle con mensajes que condenan la diferencia. Que visten su odio con el lustre de la siempre noble libertad de expresión. Que, no contentos con odiar en conjunto, pretenden hacer proselitismo de su estulticia y animan con alegres colorines y desenfadados vehículos a unirse a su coro, a su monstruoso séquito.
A los de hazte oír yo les diría eso de haztelo mirar. Algo que ya he escuchado por las redes. Imagino que algún especialista desprejuiciado estaría incluso dispuesto a estudiar su itinerario. El periplo vital de todos y cada uno de esos colectivos, compuestos por personas individuales, profesionales, empleados, empresarios, padres y madres de familia incluso, que se atreven a juzgar al otro sin ponerse en sus zapatos. Que odian porque sí. Porque no son como ellos. Porque la diferencia les acojona.

Ellos, máximos estandartes del brutalismo vital, se atreven a subrayar eslóganes como dictadura de la izquierda y de la cultura gay. Son tan brutos que no se han dado cuenta de que ellos y sus actitudes espantan a una gran parte de la sociedad. A casi todos nosotros.
Ellos que no saben lo que es nacer hombre y tener genitales de mujer. O viceversa. Y todas sus consecuencias y todos los tratamientos, juzgan, señalan con el dedo y promueven el escarnio, el totalitarismo, la uniformidad.
Ellos tienen cemento en sus corazones. Son grises y brutales. Y presumen. Y nos muestran sus neuras y manías, como si de bisutería de firma se tratase.

No hay comentarios: